- Nos marchamos -
Aún recuerdo cuando papá murió o, por lo menos, cuando celebramos su entierro. Hacía un calor húmedo, propio de la época de lluvias en Torihuaque, en San Juan de Opoa. En la capilla apenas nos reunimos unos cuantos familiares y amigos. El cura pronunció el sermón de turno. "Más allá de este mundo terrenal hay otro mejor en el que nos reuniremos con nuestro Señor" recordó el párroco. Junto al féretro había una corona de flores que la compañía minera había entregado en recuerdo de su antiguo trabajador, mi padre, que falleció sepultado en una galería.
De ese día también me viene a la cabeza la imagen de mi madre. Iba vestida de luto, con una mantilla que cubría la cabeza, y apenas podía vocalizar palabra. Sólo lloraba y apenas hacía caso al resto de los que nos habíamos reunido. Absorta, encerrada en su mundo interior; y así siguió durante los próximos siete meses, antes de que un día le diera por hablar. Se le había ocurrido una idea: mudarnos a Tegucigalpa, la capital del país. "Allí -nos dijo- tendremos una oportunidad para empezar de nuevo". "Hay trabajo y vosotros podréis continuar con vuestros estudios" afirmaba convencida. Recuerdo la escena. Mi madre me miró, buscando aprobación. No hizo falta decir nada; a mis 15 años quería salir de Torihuaque y descubrir nuevos horizontes.
Antes de partir, colectamos todos los ahorros que mi padre había cosechado durante los últimos 20 años de trabajo en la mina. No teníamos mucho dinero, pero disponíamos de lo suficiente para pasar un mes mientras mi madre buscaba trabajo como limpiadora. Siempre había trabajado como asistenta de la señora Fernández hasta que esta murió y nada iba a hacer que cambiara de idea. No tenía dote en otras artes. Así que ahí nos encontramos, con la idea de que íbamos a cambiar totalmente nuestras vidas. Y así fue, aunque en otra dirección.
También me acuerdo del tortuoso viaje que sufrimos de camino a la capital. El autobús estaba atestado de gente que portaba de todo tipo de animales, alimentos y enseres varios. Allí íbamos mi madre y mis tres hermanos. El camino estaba lleno de baches y el conductor tuvo que parar dos veces para reparar una de las ruedas del vehículo. Al final, tras más de seis horas de viaje llegamos a la capital. Allí nos recibiría Rosalía, una prima de mi madre. Mulata y entrada en carnes, Rosalía contoneaba sus caderas a cada paso. El mismo día que llegamos, nos buscó alojamiento y nos echó una mano para instalarnos. Una nueva vida nos esperaba, lo que no sospechábamos es que iba a ser para peor.
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